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La mujer de la tele está pariendo. Grita. Le ponen la epidural. Se acuesta en posición fetal y una enorme aguja entra por su espina dorsal. Puja tres o cuatro veces. El papá graba un vídeo. Su familia está en el cuarto. La animan. El médico le da instrucciones. Por fin sale el bebé. Están a la expectativa. Llora, se lo llevan a limpiar. Le quitan la sangre del cuerpo con un trapo, le sacan líquido de la nariz, lo envuelven en una manta y se lo dan a la madre, quien abraza y besa al bebé con emoción.

 

Luego sigue otra mujer. Pasa muchas horas en el trabajo de parto, le duele mucho. El bebé recibe poco oxígeno, deciden hacer una cesárea. Atan sus manos a unos postes de donde fijan una tela azul que separa la cara de la madre de su vientre. El bisturí rasga la piel. Veo las capas de grasa, sangre. Llegan al útero y hacen una pequeña incisión. El médico mete la mano y la mueve adentro buscando al bebé. Lo saca por las nalgas. El papá corta el cordón umbilical.

 

El deseo de tener otro bebé no me deja. Sube por mi cuerpo, me llena de amargura. Los movimientos erráticos de las pequeñas manos, el cuerpo que se amolda a los brazos que lo cargan, busca el calor, la mirada un poco perdida, difusa. Un bebé. Deseo profundamente otro embarazo, otro bebé.

 

Atenta a los cambios de mi cuerpo preñado. Un cuerpo que deja de ser mío, sensaciones desconocidas. No hay lucha contra ese cuerpo, solo sentirme pasajera en un viaje. Los pechos hinchados, olores que me asaltan en momentos insospechados, olores que jamás había notado, sabores trastocados. Una noche, de repente algo que se mueve en mi vientre, primero como unas burbujitas y, poco a poco, como un ser con vida y movimientos propios. Una compañía, un cómplice. Tomar algo azucarado y saber que pateará más. Se arrulla cuando camino y despierta cuando me acuesto. A veces tiene hipo. Después, un brazo, una pierna sobresale de la piel tensa de mi vientre. Caminar se vuelve difícil. Sorpresa, estado de excepción, otras reglas, otras prioridades. Expectativa, miedos, ansiedad. La promesa de algo completamente desconocido, una transformación radical, sin retorno.

¿Para cuándo el que sigue?, preguntó Barroso en mi revisión. Después de los cuarenta y dos solo recomiendo un embarazo con donación de óvulos.

 

No puedo aceptar que se me acabó el tiempo, que jamás podré volver a embarazarme. Deseo tener dos hijos, una constelación diferente. No sé qué, pero que no sea igual, que no sea yo el centro, que no me pueda comer a Martín con mis gritos, mi miedo, mi angustia. Mi madre y los hombres ausentes. Solas ella y yo. En México no había nadie más. Nadie. Todos lejos.

 

Una grieta fue abriéndose lentamente entre Val y yo. Martín era un bebé. Siempre estoy esperando, siempre termino furiosa porque llega tarde. Cada vez llega más tarde. No sé qué pasa. Distancia y silencio.

 

Val se fue de la casa cuando Martín tenía tres años. En una banca de la calle de Mazatlán me dijo que necesitaba irse por un tiempo. Sí, le dije, pero acepta tener un segundo hijo conmigo. Aceptó. No entiendo por qué, siento que no debo preguntar. Solo hacerlo. ¿Estoy loca? El impulso, el deseo, la necesidad. Un hermano para Martín. Madre de dos hijos. Otra escena. Deseo que vivamos otra historia. Necesito que vivamos otra historia. Una constelación que nos ofrezca lugares diferentes, otra forma de conectarnos.

 

Cada hijo es otra visita a la propia infancia, dijo hoy Beatriz. El deseo en el cuerpo.

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